Vivimos en una sociedad que desde una edad temprana nos somete a una alta demanda.
Desde pequeños se fomenta la competitividad, con la exigencia de ser los primeros, de ser mejores que los otros. Se nos inculca la idea de que los segundos no valen, que triunfas o no vales. Es la ley del todo o nada. Nace de este modo, aún sin quererlo, la competición con el semejante, la necesidad de victoria, el triunfo a toda costa.
Aprendemos que cualquiera puede ser el enemigo, que la amenaza proviene del exterior, que en nuestra defensa todo vale, que el fin justifica los medios.
Vamos temerosos por la vida. Aunque con apariencia de seguridad, superioridad y autosuficiencia, no hacemos más que protegernos de ese enemigo figurado, de ese implacable oponente, de ese devastador contrincante que nos acecha y persigue, seguros de que, como hemos aprendido, la amenaza es exterior.
Desde la infancia interiorizamos esta creencia que contribuye al desarrollo de la agresividad, genera estrés y percola en nuestro interior hasta condicionar nuestra conducta habitual; nuestro estilo de afrontar la vida. La forma de resolver los problemas y conducir nuestras vidas se construye sobre este basamento.
El cambio de comportamiento del individuo de esta manera educado, solo puede producirse mediante la interacción de dos desarrollos complementarios; el desarrollo personal a través de un ejercicio de introspección -conócete a ti mismo- y la influencia del grupo.
¿Dónde está el compromiso social, el compromiso grupal para educar, para ayudarnos, para protegernos, para enseñarnos a tolerar los defectos ajenos y lo que es peor, los propios?
En África se dice que para educar a un niño hace falta la tribu entera. ¿Qué hace nuestra tribu?
Kanchu Sunadomari en su libro “El Espíritu del Aikido”, narra que en una ocasión, escuchó a un niño en un programa de radio contar que en su interior habitaban demonios malos y demonios buenos que siempre estaban peleando. Cuando ganaban los malos y se comportaba mal, su madre le regañaba, pero su madre no sabía que mientras le regañaba, los demonios buenos estaban diciendo “lo siento”.
Ahí es donde hay que incidir, ahí, donde se libra la auténtica batalla, en nuestro interior, y es aquí donde irrumpe el Aikido con fuerza.
Quienes practicamos Aikido, como la tribu en África, a través de la práctica debemos educar al recién llegado y retroalimentar a los que en la práctica se mantienen, en el desarrollo de la paciencia, la modestia, la cortesía, el respeto al igual y al diferente, la ayuda desinteresada, la tolerancia, la aceptación de la diversidad, la sinceridad, la asertividad no tensionada.
El Aikido ayuda al individuo a observar su interior, a resolver situaciones de conflicto físico (materializado en un ataque del oponente) mediante el control de impulsos primarios y de la propia violencia, matando a nuestros demonios malos, porque el enemigo real viaja dentro de nosotros, dejando que los buenos se empleen en resolver la situación garantizando nuestra seguridad -porque no se trata de dejarnos vencer-, pero a la vez protegiendo al oponente incluso de sus propios actos -porque tampoco se trata de humillar-, dejando siempre abierta ante el oponente -por no sentirse éste mancillado- la posibilidad de dejar de serlo.
El maestro Saotome enseña que el Aikido se entrena en el dojo y se practica en la vida. Os aseguro, y muchos ya lo habréis comprobado, que este comportamiento aprendido gracias al Aikido y a sus practicantes, aplicado a nuestras vidas -familia, trabajo, vecindad-, contribuye indiscutiblemente a la resolución sin violencia de conflictivos y a una convivencia en paz.
Rafael Madrid
Aikido Almería Aikikai